El hombre con la cámara, por Cristina Da Silva Molina, alumna de 3er curso de Periodismo y Comunicación Audiovisual UC3M

1 de junio de 2012

hombre camara

El arte del cine, ante una sala vacía e inmensa, asusta al director más intrépido; con los rollos de película bajo la luz tenue, en una especie de aura espectral. Y, sobre todo, con ese montón de espectadores buscando asiento, como si esperaran ver lo creíble (que no lo real) para que les descubra un mundo nuevo. Desde el principio, Vertov nos muestra un cumplido artificio con el que parece declarar: ‘así se crea el cine’. Identifica al espectador con aquellas personas que entran en la sala, dispuestas a participar en un experimento de sensaciones, sin guión ni didascalias. Pero su hombre con la cámara no se acobarda, es una hormiga temeraria subida a una filmadora de dimensiones descomunales ya en el primer plano.

 
A través del montaje de atracciones –herencia de Eisenstein–, las ideas se fusionan en un extraño ‘surrealismo’. Poco tiene que ver con la corriente buñuelista coetánea, aunque presenta rasgos comunes en su capacidad para hilar conceptos abstractos. Para Vertov, consiste en “ver y mostrar el mundo desde el punto de vista de la revolución proletaria mundial”. Y lo consigue mediante su teoría del cine-ojo (desarrollada junto a su mujer, Elisaveta Svilova, en 1923), cuyo objetivo es captar la ‘verdad’ cinematográfica, más profunda que la visual. La cámara y el montaje descubren lo que el ojo no percibe, gracias a una gran variedad de recursos estilísticos –aceleración, sobreimpresión, stop motion– que se pincelan de forma perspicaz en este lienzo audiovisual.
 
fotograma

La vida contemporánea en aquel entonces no dista mucho de la actual, fuertemente mecanizada y sumida en la inmediatez. Los viandantes, como autómatas, se dirigen al trabajo, al cine o caminan siguiendo un rumbo que tal vez sea fijo o tal vez no –y, francamente, no importa–. Lo relevante es el movimiento imparable de un tío-vivo de giro frenético, la disciplinada puntualidad matutina que despereza a los tranvías al abandonar la estación. La ciudad viaja a una velocidad de vértigo en ese ir y venir de maniquíes y engranajes, bien representado cuando Vertov compara el trabajo manual con el de una máquina envasadora o una muñeca cosiendo. Hasta unas vacaciones en la playa se figuran como aprieto mientras el hombre-cámara filma en bañador y con el agua hasta la cintura. Es esta la rutina de la vida cotidiana en comunidad: se nace, se pare y se muere. Vertov, como uno más, participa de dicha trivialidad.

 
El colofón político se evidencia por un retrato de Lenin y el himno de la Internacional, pretendiendo dar respuesta a un conflicto no planteado. No es esta, sin embargo, una historia diseñada que se deba resolver sin más. En varios planos de una caseta de feria, una mujer dispara a un monigote con una esvástica dibujada en el trajecillo. Otros personajes se relajan en una especie de centros sociales con simbología comunista. No son actores profesionales, sino gente de a pie, tan real como lo quiso Vertov en su pretensión de cine directo. Desde una mirada constructivista al servicio de la Revolución de Octubre, la cámara se recrea en edificios públicos monumentales. Asimismo, está influida por el futurismo y su admiración por la máquina –superior al ser humano–, la deportividad y el culto al cuerpo.
 
Como no podía ser de otra manera, el ciclo se cierra con una vuelta a sus orígenes en la sala cinematográfica, que acuna y mima a la nueva creación. Los espectadores contemplan gozosos las imágenes con las que la cámara omnipresente los acerca a la ‘realidad’. Este deleite prefigurado como propio de la masa los ha (y nos ha) mantenido en vilo, contagiándonos primero la magia del cine para zambullirnos en ella después.
 
El fragmento escogido sintetiza varias ideas clave del filme relacionadas con la orientación del montaje y la temática soviética. Se aprecia la rapidez con que acontece la vida de una masa con carácter identitario, colectiva e individualizada a la vez y con una consciencia tácita de su situación. El igualitarismo de los trabajadores, entre los que el hombre-cámara se incluye, queda reflejado por su inmersión en la vida misma y el paralelismo obrero que, en este retazo de película, desvela los entresijos de la cinematografía. Finalmente, se pone de manifiesto el propio cine-ojo, que en cada fotograma engulle una porción añadida de locura en movimiento.

El hombre con la cámara en la biblioteca…

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