El próximo jueves 25 de noviembre se celebra en la Facultad de Humanidades, Comunicación y Documentación de la Universidad Carlos III el Homenaje a Manuel Alexandre, organizado por Covadonga Béjar Llanes en colaboración con la Asociación Nouvelle Back de la Universidad. Se proyectará el film Plácido (1961), de Luis G. Berlanga. El evento tendrá lugar en la sala 17.0.06.
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El muchacho ha acabado la jornada de trabajo. No es lo que más le gusta hacer, se dice a sí mismo con melancolía. Pero debe ayudar a su padre, el fontanero. Lo que le gustaría a él es ver mundo, aprender. Está en la edad. Saliendo de su ensimismamiento, consulta la hora. Le da tiempo de sobra a llegar a la película de los cines Encomienda. Se apresura por las calles, desentumeciendo como puede los brazos y las piernas cansadas. Llega al remachado edificio y entra. No ha mirado el título en el cartel de la película, pero se adentra en la oscura sala. El proyector y la música han empezado a sonar con fuerza. Una viejecilla le indica que se siente a su lado. Lo hace, y ella se junta a él bien pegada, y le susurra al oído: “Niño, léeme los cartelitos, anda.” El muchacho lo hace, con una de sus sonrisas, sin saber que con ese inocente gesto el veneno del cine ha comenzado a introducirse por sus venas.
Algunos años después, Manuel Alexandre Abarca pasaría a ser parte de esos intertítulos que tenía que leer a la viejecilla; de los títulos, de las imágenes, de todo. A través de Luis Lucía, y no de esos galanes locales de esmoquin blanco que tenían contactos en El Pardo, entró a formar parte de la farándula cinematográfica, pero de la más baja, donde conoció y descubrió un modo de vida atado visceralmente al arte enclaustrado en la dictadura.
Nada hay, pues, más extraordinario que la bohemia. Ha conseguido sobrevivir a regímenes políticos tan divergentes como repúblicas, dictaduras y, su peor enemigo, la democracia. Solo logra su supervivencia a través del contagio entre contertulios de círculos casi sectarios. Se propaga por el cargado aire nocturno de las tabernas, a través de los cafés inescrutables por el cristal empañado, por los ojos temporalmente desvelados de los poetas ciegos y por los espejos opacos de los callejones en los que los reflejos de los artistas y vividores se empeñan en heredar la rebeldía romántica sin saber que, irónicamente, dichos callejones no tienen salida.
La bohemia no tiene cabida en la libertad. Su estado natural es la clandestinidad, los bajos fondos, donde el límite entre fanfarria y hampa se difumina, entre la alcahuetería y la picaresca se mezcla en un simposio que huele a ceniza. La democracia mató la bohemia. El New Age tras la Guerra Fría convirtió la rebeldía en una pose al servicio del marketing. Se convirtió en un retablo congelado que solamente puede admirarse en los libros y en los museos. Se evaporó con la pérdida de la conciencia obrera, diluyéndose en el american way of live globalizado ahora en el estado del bienestar europeo. Pero fue, como nunca, “el dolor de un mal sueño”, como diría el rapsoda ciego. La riqueza no fue cercenada, y el dinero se hizo con el timón de la humanidad. Los nuevos movimientos musicales acabaron con una forma de ver la vida que ya era un trasnoche, un caparazón del dandismo. Quedaron pocos y pequeños resquicios donde la herencia de Max Estrella no se hubiese adulterado por la bacteria de lo políticamente correcto. El cine fue uno de esos espacios donde era posible la lucha.
Por unas u otras cabriolas, Manuel Alexandre pertenecía a esos artistas que durante un régimen donde el arte puro estaba prohibido, consiguieron mediante la picaresca y el buen humor hacer obras no solo maestras, sino imperecederas ante el devenir de los años. Al pasar de manera tan sutil y caballeresca la barrera de la censura, guionistas, actores, directores y todos los trabajadores del cine durante la posguerra y el régimen franquista se convirtieron en los herederos de Alejandro Sawa, de Emilio Carrere o de Silverio Lanza. No importaba las dificultades que el nuevo régimen impusiera, el arte era esa patria añorada. Esta fue su carrera, no la de un actor secundario (pues esto sonaba a ofensa para él), si no la de un actor de reparto de lujo, de oro, que hacía auténticos los guiones nacionales. Él siempre dijo: “la palabra secundario tiene un tono despectivo”
Al servicio de Berlanga o de Bardem, entablando vínculos inmortales con Fernando Fernán-Gómez, Alexandre se convirtió en un asiduo de las tertulias del Café Gijón. Con una maestría camaleónica que solamente se puede adquirir con un humor excepcional; fue un ejecutado a muerte en un cameo leve y anónimo de El verdugo; el jefe de una banda de cuatreros en Los ladrones van a la oficina; un gomoso gañán y bromista que se paseaba junto a sus amigos por la Calle Mayor; un dictador en sus últimas horas de vida en 20 N: Los últimos días de Franco; un hombre con alzhéimer en Y tú, ¿quién eres?; el ciclista asesino de una dama acomodada en el asombroso final de Muerte de un ciclista; el joven actor que empieza carrera y se desilusiona levemente por un comentario inocente de Carmen Seco sobre su figura de cómico; el petimetre de un secretario general de provincias en Bienvenido Mr. Marshall; un mendigo cojo que sufrió el hambre y la caridad burguesa de la postguerra en Plácido; un monaguillo con la habilidad de levitar en Amanece, que no es poco; y el galán con años de carrera en Elsa y Fred. Todo ello son las huellas de artistas que intentaron sobrevivir al arte enclaustrado en el caciquismo y amiguismo de los tiempos de CIFESA, y en las barreras de distribución en los tiempos de la hegemonía de Hollywood.
Decíamos al principio que la bohemia es tan solo una pose en la democracia. Es cierto. Ya no es un modo de vida en los países del primer mundo. Tan solo son poses, o los medios las convierten en eso. Esos mismos medios que dieron a conocer que las mujeres y los percebes fueron el motor emocional de Alexandre. El bohemio se convierte en una voz, como el genial Antonio Soler afirma. “Manuel es una voz, como lo son todos los actores”. Ahora, esa voz se intensifica por la caducidad del cuerpo que la contenía, y será exigida por el eco que suena en las calles de la Encomienda, el paseo de Recoletos, los barrios de la Paloma y de Chamberí. Que sus cenizas vuelvan ahora al viento que recorre su asfalto y que sufre la falta de sus zapatos. Volverá a la piedra que tanto pisaron los trasnochados y desvergonzados poetas, actores y faranduleros, porque, según como Manuel tanto defendía, la calle era él.
Manuel Alexandre en la biblioteca