El Ala Oeste de la Casa Blanca es una de las series más premiadas de los últimos años, galardonada -entre otros- con tres Globos de Oro y 26 premios Emmy (el máximo conseguido hasta el momento por una serie, empatando con la mítica Canción triste de Hill Street). La serie, creada por Aaron Sorkin (Algunos hombres buenos, El presidente y Miss Wade, La guerra de Charlie Wilson), narra las vicisitudes del trabajo y la vida del Presidente demócrata Josiah Bartlet (un magnífico Martin Sheen) y su equipo de consejeros durante dos mandatos del mismo (7 temporadas), acercándonos a los problemas diarios a los que se han de enfrentar.
Mientras que en los primeros capítulos aún se puede percibir la pretensión inicial de centrar la historia en la figura de Sam Seaborn (un renacido Rob Lowie) y dejar en un segundo aunque relevante plano los temas políticos, éste pierde poco a poco protagonismo a manos del resto de personajes y, especialmente, del espacio en sí, la Casa Blanca. Dueños del timón narrativo, a medida que la cámara sigue mediante largos planos secuencia a los atareados personajes en su interminable deambular por pasillos, despachos y salas (un rasgo estilístico con larga historia que los creadores han conseguido convertir en marca de la casa), el espectador se ve introducido en los entresijos de la gestión política, las negociaciones, discusiones, acuerdos y desacuerdos sobre los que se organiza un país y la vida de sus ciudadanos. Todo sin resultar forzado, probablemente la mayor virtud de la serie (algo que se echa en falta en filmes como Frost/Nixon), aprovechando dramatúrgicamente las posibilidades temporales de la narración televisiva para que la información tratada se desarrolle ante el espectador sin complacencia, como si éste no se encontrase observando. Tramas y debates se desarrollan en complejidad, alargadas en el tiempo sin redundantes pistas y explicaciones dirigidas al espectador, al cual se le exige atención si desea seguirlas y adisfrutarlas. Los personajes no cesan de hablar en su frenético trabajar, la cámara de seguirlos sin tregua allá donde vayan, y al espectador no le queda otra que prestar atención para poder digerir toda la (interesante) información con la que es bombardeado.
El abanico de temas tratados es tremendamente amplio, desde los problemas del Estado del Bienestar a la lucha contra el terrorismo, del concepto de Justicia a la descripción de aún vigentes conflictos internacionales pasando por la religión, alzándose como estupenda guía didáctica introductoria a cuestiones políticas y jurídicas sin dejar en de entretener en ningún momento. Y el ligero barniz romántico e idealista con el que está tratada la serie, para algunos tal vez naïf, no sólo no resta complejidad a los temas tratados sino que establece un norte ético y moral que guía a los personajes a la vez que sirve de ejemplo para los espectadores. Las comparaciones, como siempre, son odiosas, especialmente para el que dos años después del estreno de la serie se alzaría como presidente real del país, George W. Bush, que encontró en la ficción un homólogo con el que le era imposible competir (se podría decir que, dada la carrera por nuestro cariño y respeto por perdida desde el principio, el señor Bush prefirió competir por nuestra alma y su bolsillo). Frente a él encontramos un Bartlet imposible de no amar, que ya no sólo desearíamos todos como presidente, sino casi como padre. Aún así, parece que la cosa ha mejorado últimamente. ¿Habrá conquistado la ficción a la realidad?
Un pequeño adelanto: