El prisionero, por Victor Aertsen, alumno de la UC3M

6 de septiembre de 2010

El Prisionero 1

A principios de los años sesenta las pantallas se vieron inundadas por una oleada de películas y series de espías. Mientras que desde Dr. No (1962) en las salas cinematográficas James Bond hacía las delicias de un público ávido de aventuras y romances tan acartonados como disfrutables, la televisión fue conquistada por una larga lista de homólogos del infatigable 007. Los británicos, padres legítimos y principales perpetuadotes del género (tanto a nivel literario como audiovisual), se volcarían sobre el tema, resultando series como Danger Man (estrenada en 1960), Los vengadores (1961), El santo (1962) o Yo, espía (1965), ciclo que rápidamente tendría su eco norteamericano en las famosas El hombre de CIPOL (1964) y Mision imposible (1966). Episodio a episodio, serie a serie, la fórmula se explotó hasta el agotamiento, o así lo percibía Patrick MacGoohan, protagonista de la temprana Danger Man que, pese al éxito, estaba descontento con las limitaciones creativas a las que le sometía su papel, por lo que renunció. El productor de la serie, temiendo perder el filón que suponía contar con semejante estrella televisiva, le dio carta blanca para idear un proyecto más de su agrado, que acabaría dando lugar a El Prisionero.

La trama es bien sencilla: tras renunciar a su puesto sin razón conocida, un agente secreto británico es secuestrado y retenido prisionero en un pequeño y aislado pueblo costero conocido como La Villa, donde las autoridades intentan sonsacarle los motivos de su renuncia a la vez que evitan que haga uso en el exterior de la posible información que dispone. Prisionero en el pintoresco pueblo, a lo largo de 17 episodios asistiremos a un psicotrónico tour de force donde las autoridades intentarán doblegarle valiéndose de las artimañas y medios más surrealistas, desde la hipnosis y el uso de drogas alucinógenas al robo de identidad y la manipulación del sueño. Con El prisionero, MacGoohan intentó crear un relato alegórico sobre el esfuerzo que cada individuo debe llevar a cabo en esta sociedad para conseguir la libertad y evitar que controlen su vida, algo patente desde los títulos de crédito con el famoso “No soy un número. ¡Soy un hombre libre!” Como diría el actor y co-creador, “tu Villa puede ser diferente a la Villa de otras personas, pero todos somos prisioneros“.
Narraciones de espíritu pop de dramaturgia desinflada hasta la pura superficie, donde los personajes quedan caracterizados a partir de su apariencia y dos certeros brochazos psicológicos, y sus motivaciones y acciones subordinadas al alocado juego de tretas, confusiones y vueltas de tuerca que guían las tramas. Este espíritu inunda toda la serie: la decoración y vestimenta de La Villa es tan pop como las tramas que en ella tienen lugar; los habitantes no tienen nombre, sino que responden a un número (el protagonista es el número 6); el número 1, la máxima autoridad, es un ser misterioso que nunca aparece; el número 2, la autoridad a cargo, es interpretado en cada episodio por un actor diferente sin que los personajes parezcan percibirlo en todas las ocasiones; el pueblo está protegido por Rover, un gran ¡globo blanco! que persigue a los prófugos y les “aplasta” hasta reducirlos y devolverlos al cautiverio; nunca se sabe si un habitante del pueblo es un vigilante u otro prisionero, ya que se mezclan y nadie es de fiar; e infinidad de detalles más. El realismo ha sido destronado por el todo vale, y la profundidad por el disfrute más desprejuiciado y desmadrado.
Categorías: Fancine

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