Nooteboom coge el coche (un R8, un R12…) y avanza por las carreteras secundarias españolas consultando una guía del románico, publicada en Francia por un cura español, y apartándose del camino marcado para ir siempre a buscar algo a lo que se llega por una carretera más pequeña. Y se desvía. Se desvía de unos temas a otros, de unos siglos a otros, de unos personajes a otros.
Ese peregrinar por España es un continuo desviarse de su meta final: Santiago. Cavila, también, acerca de su peregrinaje hacia esta ciudad e insiste en la diferencia entre el peregrino de la Edad Media y el actual, y de cómo es necesario, a veces, recuperar la esencia del hombre medieval para entender ese peregrinaje. Se separa, sin embargo, del camino planeado por un nombre, una palabra. Los años van pasando y cada vez se separa más de su meta, enredándose en una España que va cambiando y un paisaje que no cambia. Dice que ya ha estado en Santiago, no una vez, sino muchas veces, pero que al mismo tiempo no había estado allí, porque no había escrito sobre ese viaje. Un viaje que no será en línea recta, porque el camino no significa para él otra cosa que desvío, se deja seducir por un desvío y por el desvío de ese desvío, y por el secreto que esconde el nombre desconocido de un cartel en la carretera, por la silueta de un castillo en la lejanía, por lo que se verá detrás de la siguiente colina o cumbre.
Y hoy me acuerdo de este libro porque hoy 10 de julio hace años inicié yo mi Camino de Santiago, allá por 1998, en Roncesvalles, y recorrí Navarra en bicicleta y en un suspiro, en dos días, y frené en Logroño hasta el paso a pie, y me desvié en Cañas, y en Grañón planté un hito, y en Burgos abandoné la bici y continué andando, y andando andando atravesé la meseta, la Tierra de Campos, el Bierzo y Galicia, y no llegué a ver el mar. Me acuerdo.