Tengo una teoría (no demasiado elaborada, no teman) que dice que los libros de Carmen Martín Gaite me son familiares aún antes de haberlos leído. Sus novelas me llevan a lugares que he conocido, incluso a lugares que han sido cotidianos en mi vida; sus relatos a veces me recuerdan sueños que he podido tener y de los que, como pasa con los sueños, guardo un recuerdo confuso; sus ensayos me dicen cosas que creí que ya había pensado o me levantan un interés dormido hacía años por un personaje olvidado o por un asunto atractivo de otro autor; sus traducciones incluso me parece que me acercan al autor original como si fuera el amigo de un amigo, ese que te presentan creyendo que tiene una afinidad contigo y resulta que sí.
Y sé que no soy el único que siente esta familiaridad. Conozco gente que se refiere a Carmen Martín Gaite como Carmiña sin haberla conocido en persona -y supongo que no llamarían Rafita a Rafael Sánchez Ferlosio, por ejemplo, pero esa es otra historia.
No, pero yo de lo que quería hablar es del ámbito de familiaridad que me ha traído la lectura de esta novela, “Lo raro es vivir”, de 1997. Dice la misma autora, en su epílogo, que escrita entre Madrid, Nueva York, y El Boalo, entre 1994 y 1996. Con 70 años, un buen montón de libros publicados y premios recibidos, nos cuenta con frescura -por no repetir más veces que con familiaridad- y en primera persona, unos días de la vida de una mujer joven. Por hacer un resumen. Es un fragmento de su vida en el que pasan cosas raras, reflexiona cosas raras, recuerda raros episodios de su vida y se encuentra con personas raras. Todo dentro de una normalidad -nunca diría que es una novela fantástica- y un realismo donde se repite varias veces en el texto la frase “lo raro es vivir”.
Hay veces en que lo normal pasa a extraordinario así por las buenas y lo notamos sin saber cómo. De entre la sucesión no contabilizada de gestos, movimientos y vislumbres que van engrosando la masa amorfa de lo cotidiano, se separa de los demás uno de ellos, aparentemente insignificante, y salta como la nota discorde de un pentagrama, se queda resonando por el aire con zumbido de moscardón, qué pasa, ha habido una avería o esto significa el comienzo de algo nuevo, nos miramos las manos, las rodillas, qué es lo que se ha transformado, hacia dónde enfocar la atención, no sé. Y sobreviene el miedo o la parálisis.
Águeda -pero aún no sabemos como se llama, no es importante hasta bien avanzada la novela- vive en Madrid, trabaja en un archivo histórico, tiene una pareja que está ausente, de viaje, un abuelo en una residencia, una antigua profesora con gafitas, una amiga que es su jefa. Un coche en el que se transporta por lugares que me resultan cotidianos. Una madre pintora -acaba de morir- cuya obra creo haber conocido; un padre -separado- que vive en una zona residencial donde creo que también me he perdido alguna vez. Un piso en un barrio en el que viví. No es casualidad, no es magia, y mucho menos es literatura costumbrista. Es la familiaridad a la que nos induce, a mí me induce al menos, este libro donde se plantea una historia como una madeja de lana enredada (la metáfora no es mía) de la que no diré cuánto se llega a desenredar.
Los días que siguieron están enhebrados en mi recuerdo por la perentoria necesidad de continuar aquella historia, aunque presumía que la aguja para coserla no iba a manejarla yo. Pero mis nudos interiores me impedían desentenderme de una rumia de decisiones que brotaban a mi pesar y se deshojaban continuamente apenas formuladas. Me ha pasado muchas veces, en época de nudos, no ser capaz de reconocer luego que se han deshecho sin intervenir yo.
Águeda viaja en metro cómo quien explora el inframundo, escribe canciones para cantautores famosos, investiga las andanzas de un curioso personaje secundario del siglo XVIII español, lee la Divina Comedia, tiene un encuentro con el Demonio, siente una extraña atracción por un hombre mayor al que no conoce casi, cita a Sartre, Platón o Kierkegaard en un bar de copas, tiene un gato llamado Gerundio.
Las voces del pasado trepan por la espalda a manera de viento súbito. Somos como una montaña cuya vertiente delantera, más feraz pero más vulnerable, está defendida por fortificaciones y poblada de huertas, casas, paseos y almacenes; allí se aprende lo conocido, se teme a lo desconocido y la vida se rige por leyes que zurcen lo uno con lo otro; en la parte de atrás nadie repara, es más difícil acceder a ella desde el valle —según rezan los mapas—, casi nunca da el sol y la vegetación es escasa. Acabamos por olvidarnos de que existe. Y, sin embargo, por esa grupa atacan de improviso las fantasmales huestes del pasado, apenas perceptibles, tan sólo una cosquilla.
Terminando ya, no puedo dejar de decir que he leído el libro sabiendo que Carmen Martín Gaite teorizó sobre la literatura femenina de la que esta novela es un ejemplo, que perdió una hija como la protagonista del libro pierde una madre, que se separó de su marido como la pintora, que como la protagonista investigó en archivos históricos a personajes secundarios del XVIII español. Que tenía un gato. Que con 70 años tenía aún cosas tan jóvenes que contarnos.
Más de Carmen Martín Gaite: en la Biblioteca de la Universidad Carlos III tenemos una buena colección de sus obras para leer (además de un edificio que lleva su nombre). Yo recomiendo también, particularmente, las adaptaciones de algunas de sus novelas adaptadas como series de TVE en los años 70 y 80 (Entre visillos, Fragmentos de interior).
Honorio Penadés, bibliotecario.