El gran drama humano que nos cuenta este libro es el de un poeta que tiene que lavar a su perro, tiene que escribir un prólogo a una antología de poesía rimada, tiene que arreglar su vida. Sube al granero de su casa a cantar a voz en cuello, llama por teléfono a su novia, que le ha abandonado, se pilla los dedos dando martillazos, nos ofrece comentarios escatológicos, dialoga con el ratón que vive en su cocina.
Me pregunto cómo sonará en inglés esta prosa entrecortada. No, no leerla, sino saber cómo suena, leída en voz alta. A veces este parece un libro para ser leído en voz alta. A veces, también, me han dado ganas de cerrarlo, de renunciar a su lectura, de abandonar el libro. Pero ¿qué se ha creído este antólogo? No me interesan tus cuitas con tu novia, tu perro, tu trabajo, tu martillo. No me interesa la rima.Nunca he oído hablar antes de W.S. Mervin. Tienes un problema y me lo vas a contar en un libro de 230 paginas y quieres que me lo lea. Voy a seguir leyendo, un poco.
Hay un gran placer en leer a alguien que posee un conocimiento, lo usa y habla de ello. Como un novelista que dominara la técnica de la construcción con ladrillo hueco, o la del podado de los árboles frutales, o la de montar en
skate. Este hombre -el autor, el poeta, el otro- domina un campo: la poesía rimada, un asunto sin el menor interés.
¿Saben? Podría seguir escribiendo indefinidamente. Así soy yo. Soy yo lo que tienen delante. Yo y nadie más. (p. 193)
Todo el mundo quería siempre que Elizabeth Bishop leyera “El pez” en alta voz, porque es bueno. Pero ella terminó odiándolo y temiendo tener que leerlo (p. 138). El antólogo dialoga con Elizabeth Bishop y con algún otro poeta laureado, a lo largo de la novela. Pero no es una novela poética. Ni una novela de fantasmas. Aunque aparezcan muchos poetas muertos.
¿Cuántos poetas americanos se mencionan en este libro? Contiene un apéndice con las traducciones de los textos citados, muy elegantes, de poetas ingleses y americanos: W. H. Auden, Aphra Ben, Ludwig Bemelmans, Elizabeth Bishop, Louise Bogan, William Byrd, Alice Carey, Samuel Taylor Coleridge, John Dryden, James Fenton, Alfred Edward Housman, Samuel Johnson, Rudyard Kipling, Norman Lewy, Edward Lear, Thomas B. Macaulay, Alan Alexander Milne, Cristopher Morley, Dorothy Parker, Coventry Patmore, Edgar Allan Poe, Mary Louise Ritter, Sir Walter Scott, Theodor Seuss Geisel, Percy B. Shelley, Edna St. Vincent Millay, Algernon Charles Swinburne, Sara Teasdale, Alfred Tennyson, Nicholas Vachel Lindsay, Edward Vance Cooke y Henry Wadsworth Longfellow. Esos son los poetas cuyos poemas se citan en el texto, y en algunos casos se
escanden. Pero además se mencionan los poetas destructores de la rima, sobre los que el autor echa pestes: Ezra Pound,
Allen Ginsberg y Mina Loy se mencionan varias veces. Mina Loy, polifacética artista inglesa que fue amante de Marinetti, el fundador del Futurismo, al que el autor achaca el comienzo del fin de la poesía rimada. Y nuestro autor trabaja con la poesía rimada, adora la poesía rimada, ha dado clases sobre la poesía rimada, está intentando escribir un buen prólogo para una antología de poesía rimada.
El verdadero ritmo de la poesía es un ritmo de paseo. O un ritmo de baile. Una gavota, un minueto, incluso un vals. (p. 152)
Un-dos-tres, un-dos-tres:
Half a league, half a league, half a league onward,
All, in the Valley of Death, rode the six hundred.
Media legua, media legua, media legua y a la carga
Al valle de la muerte cabalgaron los seiscientos.
Así es como lo lee Tennysom, con los tresillos. Los tresillos se llaman dáctilos o anapestos en la jerga oficial, según sea tónica o átona la sílaba con que comiencen. Pero esas palabras no son sino fragmentos retorcidos de erudición muerta y lo mejor es que se olviden de ellos inmediatamente. (p. 142)
Este antólogo cumple su misión: quiere que conozcas y aprecies algo que vive de capa caída: la rima, la poesía rimada. Te convence de que todo rima y de que siempre buscamos la rima. Y nos menciona para ello a los raperos de su barrio. Y a poetas rancios. Pero el antólogo menciona también, repetidas veces, a Louise Bogan:
Y nos confiesa “siempre tengo el secreto deseo de que las cosas rimen” (p. 66). Nos vamos dando cuenta, si hemos superado las páginas que nos invitan a no volver a oir hablar de anacolutos y anapestos, de que el antólogo es un ser entrañable, con su martillo, su jardín y su ratón, y que merece ser oído en voz alta.
No querría contarles el final, lo que se dice destripar la novela, pero sepan que al final acaban aprendiendo algo sobre la luz que refleja la nieve en los árboles, sobre las manchas de aceite en el suelo de los aparcamientos públicos, sobre un perro y una mesa metálica, pero sobre todo acabas viendo cómo el número 230 y el número 23 riman, y hacen que todas las cosas rimen.
En el vestíbulo de la Biblioteca del Campus de Colmenarejo encontraréis una selección de antologías de todo tipo: relatos y poesías, amor y terror, alegrías y penas… Escoje las que más te gusten y llévatelas en préstamo.