
Una década ha bastado para ver muchos cambios. Hace mucho que ya no recorremos los pasillos como guardianes silenciosos del conocimiento impreso, pero aún nuestras manos recuerdan el peso de los libros, el aroma papel y el murmullo de los estudiantes absortos en sus lecturas. Cuando cada consulta era un pequeño desafío, una oportunidad de guiar a otro curioso hacia la luz del saber.
Pero han pasado 10 años y cuando creíamos que ya no íbamos a ver nada nuevo que nos sorprendiera, como una marea creciente, la tecnología sigue su inexorable avance. Ya no solo las estanterías han perdido completamente su protagonismo, también los sistemas digitales. Hoy, los visitantes físicos son menos frecuentes, pero también los virtuales. Los rostros y nombres familiares nos han reemplazado por consultas a la ignorancia artificial, cada día menos ignorante porque se alimenta de nosotros, pero siempre sin rostro. Aún así seguimos guiando a los estudiantes por los pasillos y respondiendo correos, diseñando estrategias de búsqueda avanzada y enseñando a navegar entre océanos de información digital. Más que nunca, la biblioteca es ahora un centro de apoyo académico para docentes, investigadores y estudiantes, en nuestro caso de postgrado, donde el conocimiento se transmite a través de pantallas y algoritmos… cada vez con más acierto.
Pero si algo he aprendido en todos estos años es que la biblioteca no es solo un espacio, sino una idea: un encuentro con el conocimiento, donde lo impreso y lo digital pueden convivir; lo propio y lo aprehendido. Tal vez, en este futuro que se avecina, hallaremos la manera de preservar que la búsqueda del saber, del saber crítico, siga siendo una experiencia enriquecedora para quienes la emprendan, sin importar la forma en la que lleguen.