La lectura de este libro nos plantea algunas preguntas. La primera sería ¿en qué género podemos encuadrarlo? y la segunda ¿necesitamos etiquetarlo? Bien, si sois bibliotecarios, no tendréis más remedio que hacerlo, pero como lectora, mi respuesta a esta última pregunta sería un rotundo no.
Para la primera pregunta no tengo ninguna respuesta clara, ya que podríamos decir que es un libro de divulgación científica, pues al fin y al cabo la autora nos explica de una manera muy didáctica algunas cuestiones sobre su estudio acerca de los árboles, pero si corréis a leerlo esperando sobre todo literatura científica, el libro no os gustará (de hecho, si leéis algunas opiniones en páginas de Internet veréis muchas personas profundamente decepcionadas con él). Sin embargo, fijarse en el subtítulo del libro nos da muchas pistas: una historia de árboles, ciencia y amor. Así es, Hope Jahren, una científica oriunda de Minnesota y de ascendencia nórdica, nos cuenta muchas cosas sobre árboles, pero sobre todo cuenta su historia de amor con la ciencia, un amor que la lleva a pasar penurias económicas, periodos de trabajo excesivo, e incluso depresiones hasta conseguir estabilidad y reconocimiento en su campo.
En las películas protagonizadas por científicos es difícil ver el lado más prosaico de la actividad de una investigadora, por ejemplo, los esfuerzos para conseguir financiación para sus proyectos, los miles de kilómetros recorridos para hacer sus trabajos de campo o para quedarse con el material de un laboratorio a punto de ser desmantelado y así ahorrarse unos dólares, o la desesperación de ver cómo no puedes garantizar el sueldo de tu asistente de laboratorio, por no hablar de los desplantes por ser demasiado femenina o demasiado masculina o demasiado joven para ser tomada en serio como científica.
Aunque ella es la narradora de la historia y su protagonista, aparece casi siempre acompañada por Bill, su asistente y su cómplice. Si Bill no existiese, Hope Jahren tendría que inventarlo: es el mejor personaje/persona del libro, tanto que me daría miedo conocerlo por si realmente no se ajusta a la visión que la autora nos da de él (y a la que yo me he formado en mi cabeza).
Otro aspecto que me ha gustado mucho es cómo recurre a la literatura y establece paralelismos entre su vida como científica y obras literarias como por ejemplo, David Copperfield y cómo demuestra que esa separación tan rígida que hacemos entre ciencias y letras es puro convencionalismo. Así, alguien de letras como yo, puede quedar fascinado cuando la autora nos cuenta su método de trabajo, o cómo tiene que cavar hoyos para estudiar los suelos o (¡atención spoiler!) cómo recoge y cataloga minuciosamente muestras de musgo en Irlanda y acaba perdiendo todas ellas en el aeropuerto porque no pide un permiso para sacarlas del país.
He aprendido que ser científico es saber hacer preguntas y ponerse manos a la obra para contestarlas y saber que el fracaso es solo una etapa más de tu trabajo. Además de aprender eso, me ha entrado un poco de mala conciencia porque en el jardín de mi casa tengo plantado un lilo y no un roble, que es lo que nos aconseja a todos que hagamos para intentar frenar el avance de la deforestación en el mundo.
Marian Ramos