La verdad sobre la verdad sobre el caso Harry Quebert

Abr 29, 2016 | 365 días de libros

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“Todo el mundo hablaba del libro” es la primera frase de este libro que dice de sí mismo -en su faja promocional del 2013 al menos lo decía- que es el libro del que habla todo el mundo. Se trata de una novela que relata la soledad de un escritor ante la hoja en blanco, la angustia por la obligación de escribir un segundo libro tras haber escrito un gran éxito. Tras haber escrito un libro que se convirtió en el libro del que hablaba todo el mundo. Este escritor recurre entonces a su maestro, que a su vez escribió una novela que se convirtió en su día en el libro del que hablaba todo el mundo.

Con estos mimbres comienza esta novela autopremiada, escrita por un joven escritor que se retrata a sí mismo como un tramposo que siempre ha buscado el éxito a base de enfrentarse a gente inferior. Hay una ironía, por supuesto, al reconocer su método de forma tan presuntuosa, al realizar tantas piruetas previsibles, al tender trampas y contarnos que nos está tendiendo trampas.


Cuando apareció esta novela en el mercado europeo muchos lectores comenzaron a encontrar cosas parecidas, cosas quizá demasiado parecidas a otras historias (novelas, películas, series de TV y vidas reales) y comenzaron a hacer preguntas como ¿este comienzo con el hallazgo del cadáver de la chica en una localidad de la América profunda no es de Twin Peaks? “¿No podría estar inspirada en A sangre fría de Truman Capote? A ver si te suena, un famoso escritor de Nueva York investiga en un pequeño pueblo unos crímenes espantosos que han conmocionado al país. Allí hace preguntas incómodas a los lugareños con la sana intención de publicar un libro… que relance su carrera y sea un superventas”. ¿No tiene además la suprema osadía de copiar la Lolita de Nabokov como si nadie fuera a darse cuenta? Y ese escritor maduro, retirado frente al mar, con una afición al boxeo y un escritorio de caoba ¿no se parece mucho a Hemingway? Y esa técnica narrativa de ofrecernos tres historias en capítulos alternos ¿cuántas veces la hemos visto desde Conversación en La Catedral, de Vargas Llosa? Y así.


¿No será entonces este libro pura metaliteratura, pasto para letraheridos? ¿O una burla a los lectores de ceja alta, que van a reconocer en el arranque de cada capítulo una manida lección de primer curso de escuela de escritura o de manual de autoayuda?

Es en realidad una gran broma: la novela que trata de un novelista que escribe una novela sobre un novelista que escribe una novela. Y aunque el texto está lleno de imitaciones no hay alusiones directas a ningún otro novelista real, fuera de los personajes de la novela. Es o no es metaliteratura, pero hace al lector sentirse de lleno en un mundo de escritura. Ha aprendido mucho de Umberto Eco en ese sentido.


El autor de la novela, el suizo Joël Dicker, ha sido llamado “Rey Midas de la literatura europea”. Nueva broma: su protagonista, Marcus Goldman, escritor pesimista metido a investigador, es el auténtico Rey Midas, el hombre que convierte lo que toca en oro (con un facil acertijo: “Marcus” es el marco o antigua moneda alemana, “Goldman” es el hombre de oro) y que va a convertir el drama de su amigo y maestro Harry Quebert en material literario que venderá a precio de oro.


Es, con todo, una gran novela. Cuando se te cae de las manos porque has leído frases tan manidas como “la gente de este pueblo sabe más de lo que cuenta” o lugares comunes como “lo encontré en internet” o “el milagro de la televisión” lo vuelves a recoger del suelo con ganas de conocer la próxima jugada. Porque la novela está llena de grandes jugadas, como la numeración descendente de los capítulos, que transportan de manera lineal e inequívoca las tres historias paralelas a un sólo punto final o la aparición creciente de nuevos sospechosos, pues al contrario que en las novelas de Agatha Christie no vamos descartando sospechosos sino añadiendo, y encontrando que cada vez más personajes tienen razones para ser el asesino.

Se le perdonan los consejos de autoayuda, se le perdonan las incongruencias, se le perdonan las imitaciones, se le perdona el narrador omniscente, se le perdona el narcisismo por el buen desarrollo de la trama. Y también porque es una gran parodia, donde Joël Dicker se acaba parodiando a sí mismo al calificar a Marcus Goldman como “un chico mono”.

Honorio Penadés

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