He tenido un sueño y como soy una persona de orden hasta para soñar, el tema no podía ser otro que el de ordenar libros en la Biblioteca. Hay que reconocer que en principio la cosa parece bastante anodina, pero de repente, mientras me dedicaba a practicar el arte que “San” Paul Otlet, que Dewey lo tenga en su gloria, nos inculcó a todos los bibliotecarios que en el mundo son, mi vista se fijaba en un calendario y la fecha, 31 de octubre, se agrandaba ante mis ojos como si Valerio Lazarov se dedicara a manejar un zoom.
Así que allí estaba yo, pasando el día de Halloween en la biblioteca, que estaba medio vacía. Cuando ya tenía perfectamente colocado el 330.101.542, se me acercó un niño muy pequeño que estaba llorando porque su padre le había traído hasta esa estantería buscando algo sobre Microeconomía (el pobre era un leñador que no había visto venir la crisis) y en un descuido del pequeño lo había abandonado allí. Así que además de decirle que no saliera de casa sin recoger piedras suficientes para señalar el camino de regreso, tuve que explicarle el funcionamiento de la CDU para que consiguiera llegar al 82-34, la sección de cuentos donde supuse que estaría su casa.
Poco tiempo después apareció una chica muy guapa pero un poquito zarrapastrosa con un zapato de cristal en una mano y una calabaza en la otra (preferí no mirar al suelo por si aparecía algún ratón por allí). La chiquilla estaba desconsolada y no paraba de lamentarse porque se le había pasado el tiempo muy rápido. Aquí me salió mi lado gruñón:
– Ya, Cenicienta (es que te sigo en Instagram y te he reconocido), el tiempo pasa muy rápido, pero mira que te lo dijo el Hada Madrina, que no te entretuvieras porque el hechizo duraba solo hasta las 12 de la noche. Si a mí me pasa lo mismo, que los usuarios intentan renovar sus préstamos después de las 21 h y ¡zas!, va el sistema de gestión de bibliotecas y les sanciona porque el plazo se termina justo a esa hora. No te quejes, hija, que al menos en vez de sanción, tú tienes una calabaza.
No os creáis que me hizo mucho caso, porque enseguida vio a un tipo que llevaba el otro zapato de cristal en un cojín y se fue corriendo tras él. Estuve a punto de hacerlo yo también, pero me acordé que me siento como sus hermanastras cada vez que me voy a comprar zapatos y preferí ahorrarme la humillación.
Cuando pensaba que todo volvería a la normalidad, me encontré con que un grupo de 40 personas se había concentrado en un lado de la sala y se dedicaban a hacer una tormenta de ideas con el fin de encontrar una contraseña segura para la cuenta que se acababan de abrir en las Islas Caimán: abracadabra, decía una, Madagascar, gritaba el otro, ábrete…
-Perdonad que intervenga- les dije. Esas contraseñas no me parecen nada seguras e igual que os estoy oyendo yo, os oye todo el mundo, ¿por qué no os vais a una sala de estudio en grupo y discutís el tema en la intimidad y sin que molestéis u os molesten?
No me miraron muy bien pero no tuve tiempo de comprobar si me hicieron caso porque los rayos de la luna llena empezaban a penetrar por las claraboyas de la sala de lectura y se oyó un aullido que me hizo estremecerme… y que en realidad no era un aullido sino la odiada melodía Morning flower con la que me despierto cada mañana.