Esta es la historia del viaje circular de una colección de objetos, los netsuke, con origen y destino en Japón. Pero es sobre todo la historia de una familia judía, los Ephrussi, que se hace rica gracias al comercio de trigo en Odesa y que expande sus negocios financieros en dos de las grandes capitales europeas de los siglos XIX y XX, París y Viena. Es, en definitiva, la historia de la cultura europea de la época.
Los netsuke llegan al París de los impresionistas, una ciudad que sucumbía a la fiebre del japonismo y que se transformaba bajo los auspicios de la reforma urbanística de Haussmann, que acabaría con el intrincado sistema de callejuelas en las que los revolucionarios habían levantado sus barricadas. Charles Ephrussi, más dotado para el arte que para las finanzas, se dedica a llenar su palacio de la Rue Monceau de obras del Impresionismo junto con otras del Renacimiento italiano (Donatello conviviendo con Morisot) y bucea constantemente en las tiendas de objetos artísticos en busca de “chucherías”. Así, esas pequeñas tallas japonesas de madera o de marfil empiezan a llenar una vitrina de su salón. Esos objetos que se exponen pero sobre todo se tocan, comparten con el arte de la época el gusto por asir lo efímero:
“los impresionistas aprendían a contar la vida en vistazos e interjecciones. En vez de vistas formales hay un cable de funambulista diseccionando el cuadro”
Charles regala su colección a su primo favorito, Viktor, de Viena y es así como la vitrina acaba instalándose en el vestidor de su mujer, Emmy, en un palacio de la Ringstrasse, la avenida que se estaba construyendo en el lugar que antes habían ocupado las murallas. Es también la época de Freud, Hoffmannsthal y los artistas de la Secesión. Pero no hay espacio en el palacio Ephrussi para Klimt o los muebles de la Wiener Werkstätte, ni siquiera para la vitrina, la casa misma “es una vitrina de donde es imposible escapar”. Los netsuke desparecen de la vista de los invitados pero se transforman en juguetes en las manos de los niños que comparten con su madre el vestidor como espacio para la fantasía y los cuentos. Son 4 hijos, Iggy que debe seguir los pasos del padre, Elisabeth que consigue cruzar la avenida y va a la Universidad, Gisela que se casa con Alfredo Bauer y viene a vivir a España y mucho más tarde, Rudolph. El futuro que se ha diseñado para ellos, sin embargo, no llega a materializarse: el antisemitismo que Charles experimenta y que deja testimonios como el J’accuse de Zola se exacerba al máximo cuando los nazis invaden Austria. El palacio Ephrussi será desvalijado y todo lo que tienen subastado:
“He aquí cómo se desbarata extrañamente una colección, una casa y una familia. Es el momento de fisura en que los objetos familiares, conocidos, manipulados, queridos, se vuelven género”
No voy a desvelar más datos sobre las vicisitudes de la familia, solo que me ha conmovido especialmente la imagen de un Viktor convertido en abuelo, emigrante en Inglaterra, contándole a sus nietos cómo Eneas llora enfrentado a las escenas de Troya representadas en los muros de Cartago: “Sunt lachrimae rerum”, hay lágrimas en las cosas. Porque los objetos son mucho más que materia, porque son capaces de contar la historia de quienes los hicieron y de quienes los disfrutaron y del mundo que han habitado.