Con un homenaje. Así es como se inicia Le mépris (El desprecio), 1963, con un plano secuencia en el que la cámara, colocada a la altura del nivel del suelo y en contrapicado para ensalzar finalmente la presencia del tomavistas que estamos viendo en pantalla, contempla la gran obra colectiva del cine, en el que las responsabilidades creativas que vemos en la imagen, remarcadas por el discurso del propio Godard, hacen imposible la atribución del filme a una única persona. Pero el reconocimiento no termina aquí. Aclarada la cuestión de la firma, el cineasta francés se centra en el discurso fílmico y no en los avatares de la producción para sentenciar la implantación de un mundo acomodaticio, “amoldado a nuestros deseos” como dice Bazin y, por tanto, más ombliguista – no en vano la cámara gira como si nos fuera a filmar a nosotros – en el que no importa obstaculizar la mirada de espectador si así este se recrea en su propia contemplación.
Y es que, tal y como señala Carlos Losilla en La invención de la modernidad, el sexto filme de Godard condensa ya desde el comienzo todos los elementos de la modernidad cinematográfica: la apelación directa a la participación activa del espectador, coartada por el acercamiento entre ficción y realidad, la opacidad del lenguaje y el distanciamiento que el cineasta impone, mientras que es solicitada a la vez por la desaparición de la transparencia narrativa causal clásica (la protagonista pasa de estar enamorada de su marido a despreciarle profundamente en un día), que se traduce finalmente en la autoconciencia del relato.
El desprecio es un relato de la cotidianeidad, preferencia neorrealista palpable en este filme, donde la historia sobre Paul y Camille gira alrededor y se compara con la grandilocuencia de la película que dirigirá Lang. Así, la película se centra en la relación entre un escritor de obras de teatro, Paul Javel (Piccoli), convertido en scriptdoctor a falta de dinero, y su mujer, Camille (Brigit Bardot) una mecanógrafa. Javel será contratado por un productor americano llamado Prokosch (Jack Palance) para corregir el guión de una gran superproducción dirigida por Fritz Lang (el auténtico) y basada en La Odisea de Homero. Inmediatamente después del acuerdo entre guionista y productor, el primero, al que su mujer ha ido a recoger a los inhóspitos y desoladores estudios de Cinecittá donde se estipula el contrato, accede a que ésta monte en el Alfa-Romeo del productor para ir a la villa de Prokosch mientras él, Javel, los sigue en taxi.
Este gesto aparentemente sin importancia, fruto del azar o el destino como se podría pensar por las inserciones de imágenes de los dioses procedentes de La Odisea que está rodando Lang, será el desencadenante de la pelea entre Camille y Paul, en torno a la cual Godard desplegará su capacidad desarticuladora del lenguaje cinematográfico. Cambios de iluminación que parecen un acto de rebeldía del director, al que se le impuso rodar en Technicolor, una cámara muchas veces alejada o no colocada en el punto más privilegiado, planos secuencia o de larga duración que remiten al espectador a conversaciones infructuosas entre los personajes, saltos en el tiempo en los que vemos a modo de digresiones mentales imágenes del futuro (al final de la discusión entre Javel y Camille vemos el pensamiento real de cada uno diferente a lo que dicen en la conversación real) e inserciones de la banda sonora Deleure que rompen con las convenciones clásicas de clímax.
Basada en una novela del italiano Alberto Moravia, la película es ejemplo de como todo discurso se compone en base a otros prexistentes, idea que Zumalde señala como capital en torno al concepto de autoría en su texto El autor y su sombra. Es más, lo de menos es que Godard recurriese a un texto previo y de carácter comercial por cumplir con el contrato establecido con los productores del filme. Lo importante es como lo recicla para contar su historia en base a una decidida voluntad de “guardar memoria de los que le preceden y contribuir a la de los que le seguirán”. Como autor, Godard “no sería solamente el que consigue la fuerza de expresarse a despecho, sino aquel que encuentra la buena distancia para decir la verdad del sistema del que se distancia”. Pues no se trata solo de mostrar desprecio como hace Camille hacia todos y todo lo corrompido por el dinero, sino de encauzarlo a través de las vías de comunicación apropiadas que el mismo filme parece negar que existan.
Si las películas de Ford de las que habla Zumalde son muestra de autorreferencialidad, Godard no se limita al terreno de sus producciones, sino que dota a su obra de una intertextualidad inaudita pero que el mismo pone en cuestión – Camille interpela a Javel diciéndole que debería buscar sus propias ideas durante la secuencia en el apartamento –.
Más allá de las citas literarias de Dante, Hölderlin o Brecht, pasando por los carteles que empapelan Cinecittá con filmes de Rossellini, Hawks y Hitchcock, los grandes aclamados de la Cahiers, la película está repleta de referencias estéticas: el gorro de Piccoli a lo Dean Martin en el film de Minelli Some came running (1958); el cambio de look y el uso de peluca de Bardot como ya hiciera Mónica Vitti en La aventura (1960) para denotar el cambio de mentalidad de la protagonista o las abstracciones de elementos como las esculturas que aparecen en El tigre de Eschnapur y La tumba india (1959), películas del Fritz Lang hollywodiense consideradas incluso por el mismo director para vomitar (aunque también habrá espacio para las referencias para el Fritz Lang de Metropolis con la subida de Paul por las escaleras de la villa del productor en Capri en alusión a la torre de Babel). Bigger tan life, de Nicholas Ray, o Viaggio in Italia de Rossellini con Ingrid Bergman, que se proyecta en el cine del que salen Javel y Camille, son otras llamadas al cine que Godard defiende como cine de autor, aunque no dude en dar una vuelta de tuerca a sus obras. Si en Viaggio in Italia en una suerte de milagro los personajes alcanzan el entendimiento, no ocurrirá lo mismo en el filme francés, donde, sin embargo, sí que existe una razón más o menos explícita para “ese malentendido” que era el filme en palabras del propio director.
Godard quiere que su película se asemeje a las tragedias griegas, tragedias como la del cine, una invención sin futuro entendido como hasta entonces se hacía. Ese es el mensaje que podemos deducir inmediatamente una vez hemos contemplado la secuencia del visionado de la película de Fritz Lang. No por nada Paul manifestará su anhelo de regresar a los tiempos de la United Artists, un estudio menor que nace con muy pocos recursos para satisfacer los impulsos creativos de cuatro grandes del cine mudo: Griffith, Chaplin, Pickford, Fairbanks, que cansados de ser asalariados de los estudios, quisieron producir sus propias películas, llegando a implantar un modelo de producción que se ha mantenido hasta hoy de directores- productores.
Si, tal y como dice Lang cuando cita a Hölderlin y su poema Vocación de poeta, el hombre o Ulises necesitaban desvincularse de los dioses para ayudarse a sí mismos, guionista y director estén en el mismo camino a la hora de liberarse del productor, de un Prokosch que dice comprender a los dioses, pero también de la estrella de cine que de manera innegable encarna Brigitte Bardot a pesar de que se nos diga que es mecanógrafa (lo cierto es que no solo Bardot, sino también Lang, se interpretan a sí mismos en más de una ocasión) y del genio de los estudios en definitiva. Eso sí, o harán a través de la fatalidad, de la decadencia de un sistema que vemos plasmada en la puesta en escena de los enclaves de Cinecittá desde el minuto uno del filme, por mucho que Lang no crea que el homicidio sea la solución y defienda al comienzo de la película cierto tipo de productores como Goldwyn.
Retomando la idea del comienzo del filme, la de un cine que proyecta un mundo deseado, cabe preguntarse si Godard está en lo cierto en su defensa de su nuevo cine y no se equivoca al interpretar las demandas del público, como señala Daney. A pesar de todo, el filme termina en rima con el comienzo: con un equipo de rodaje todavía trabajando incluso cuando el productor ha muerto, el mismo Godard asistiendo a Lang y Ulises articulando un claro gesto de victoria. Sería interesante quizá terminar con las palabras de Astruc acerca del nuevo cine que estaba por llegar: “Las dificultades económicas y materiales del cine crean la sorprendente paradoja de que sea posible hablar de lo que todavía no existe, pues si bien sabemos lo que queremos, no sabemos cuándo y cómo podremos realizarlo”. Como Prokosch, que sabe que La Odisea necesita algo más pero sin conocer exactamente el qué. Desde luego, escuchando a Fritz Lang, de hecho, es imposible no pensar que el cine se ha convertido, como decía Astruc, en el medio idóneo para la expresión del pensamiento más profundo, de las preguntas sin respuesta que plantea Godard y otros cineastas de la modernidad a través de nuevas formas de expresión.