Vals con Bashir, por Gabriel Doménech González, alumno 3er curso de Periodismo y Comunicación Audiovisual UC3M

18 de abril de 2012

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Más o menos a la mitad de metraje del documental de animación que el israelí Ari Folman estrenó en 2008, hay una escena que bien podría considerarse la síntesis de la película y que asimismo se emparenta con el tan comentado final de la misma.
 En ella, una psicóloga que el desmemoriado Folman consulta para esclarecer los recuerdos sobre su participación como soldado en el conflicto libanés de 1982, cuenta el caso de un fotógrafo aficionado que presenció la contienda, y que utilizaba su hobby como una suerte de “pantalla profesional” contra los horrores a los que asistía. “Veía todo a través del visor de una cámara imaginaria.” Seguidamente, se nos muestran las fotografías que tomó aquel hombre durante la guerra, imágenes que simplemente podrían ser sus recuerdos congelados, sin vida,  asépticos a pesar del horror que en ellas se refleja. “Pero un día la cámara dejó de funcionar.” En consecuencia, una fotografía se desenfoca para luego revelarse como un fotograma entre varios que empiezan a rotar, a la manera de una proyección en una moviola. Tras unos segundos de indeterminación, las imágenes se estabilizan en la pantalla y la película en movimiento continúa con fluidez, para narrar cómo nuestro fotógrafo, al presenciar la destrucción del hipódromo de Beirut y a los caballos sacrificados, perdió su alejamiento para con la realidad: la atrocidad de la guerra le alcanzó. “En el momento en que entró la emoción, ya no pude decir: No estoy, no soy yo.” La escena se cierra con un primer plano al ojo circundado de moscas de un caballo moribundo. En ese ojo negro vemos reflejada la silueta del fotógrafo, que no por casualidad se asemeja a la del joven soldado Folman. Porque es la mirada directa del cineasta, y a la vez de todos los espectadores situados al mismo nivel de meros observadores que el fotógrafo o el soldado Folman, a la imagen (una de las muchas imágenes, realmente), del horror.
Parecido trayecto sigue, en mi opinión, el largometraje de Ari Folman. Se trata de redescubrir al espectador el potencial desestabilizador de la guerra, en claro paralelismo con la recuperación de la memoria perdida del protagonista. Folman concibe su película como una investigación en pos del recuerdo perdido, con el fin último de reconciliarse con un pasado traumático. De esta manera, el espectador revivirá con Ari la sensación de horror, locura y sinsentido que, nos viene a decir el filme, apareja todo conflicto bélico. Vals con Bashir viene a restituir el valor de las imágenes como mensajeros de las tragedias que, de facto, azotan el mundo. Las imágenes espectacularizadas que ofrece de los enfrentamientos bélicos la mayoría del corpus de cine comercial, o las tomas borrosas, distorsionadas y manipuladas que retransmiten los telediarios no hacen más que distanciarnos de una problemática que no por presentársenos comprimida en el breve lapso de una franja de programación o por ocurrir en el otro lado del mundo, deja de tener un inabarcable impacto humano. Evidentemente, un relato con la pretensión de dejar atrás toda una tendencia estilística de representación de la guerra no podía más que adoptar un método, una estética, radicalmente distintos a la praxis anterior.
De ahí la idea de presentar el documental mediante la animación. No es la primera vez, hay que admitirlo, que se adopta la estrategia de trabajar sobre premisas serias con este formato: tenemos la brillante incursión “ensayística” en el mundo de los sueños que Richard Linklater practicó en Waking Life (2001), o la historia de Marjane Satrapi reflejada en la adaptación homónima de su cómic, Persépolis (2007), amén de toda una serie de obras catalogadas en la etiqueta “animación para adultos”. Pero hay que reconocer que pocas veces, o nunca, se había tratado el tema bélico desde esta perspectiva. La opción gana en solidez si pensamos que no se trata de una película sobre la guerra del Líbano, sino sobre los recuerdos y visiones de la guerra del Líbano que tienen una serie de personas, incluido el director-protagonista. Nos encontramos con una película que no sólo pretende situar el conflicto en sus circunstancias históricas, políticas… objetivas (es ahí precisamente donde el discurso de Ari Folman resulta más discutible), sino que aborda la guerra desde visiones claramente incompletas, alucinadas, fragmentadas e incluso irreales, pero que puestas en conjunto nos dan la sensación perfecta del caos y la tragedia que se vivieron en aquellos días. En este sentido, la constante inclusión como parte del tejido narrativo de sueños, alucinaciones o recuerdos basados en conjeturas, además de una cantidad ingente de recursos “no realistas” o “no figurativos” (transiciones bruscas entre tiempos y espacios muy alejados entre sí, planos imposibles…) es perfectamente coherente con las intenciones del realizador. Porque, repito, este es un documental sobre (y basado en) el recuerdo, y más concretamente, el recuerdo impreciso, y la parcial reconstrucción de la memoria. Por tanto, sus opciones narrativas y estéticas no pueden ser más adecuadas.
A estas piruetas estilísticas hay que añadir un aspecto en el que creo que se ha insistido poco, y es la capacidad de las imágenes del filme de aludir, sin que se pierda su referente documental, y muchas veces quizás sin pretenderlo, a otras muestras del imaginario bélico. Desde las tomas nerviosas como de cámara de TV presente en el conflicto, pasando por las vistas desde cañones con mira telescópica o las citadas fotografías, hasta las referencias al propio cine bélico. Puede que sea rizar el rizo, pero por lo menos para mí es inevitable no detectar ciertos guiños a Apocalypse now en los instantes en que vemos a un soldado surfear entre bombas, por ejemplo. Con esto quiero hacer hincapié en la riqueza de posibilidades que genera la técnica de animación, que consigue hermanar imágenes puramente figurativas (pero descubiertas en una nueva expresividad) con otras colindantes con el expresionismo o incluso el surrealismo, multiplicando además sus referentes; todo ello sin perder el tono documental. Son hallazgos que difícilmente podrían haberse logrado en un filme documental de formato “estándar” (por llamarlo de alguna manera).
Paradójicamente, el resultado de la apuesta, que en teoría debería estar muy alejado de la sensación de realidad, produce el efecto contrario. La contrastada credibilidad que emanan las imágenes de Vals con Bashir no procede sólo de la tecnología utilizada en la animación (una mezcla de fondos tradicionales, animación Flash y 3D, y no de rotoscopia, como algunos sostienen) que, por otra parte, permite a la vez una enorme fidelidad al referente y una potenciación de la libertad formal. La sensación de realidad no se deriva de la naturaleza y los atributos de las imágenes que se nos muestran, sino de lo que éstas significan. La película es fiel a la realidad sólo en parte: inevitable en los testimonios personales recogidos, partidista en cuanto a su completa veracidad histórica; pero eso no la aleja del realismo. Es más, eso le ocurre a casi todo el cine documental. Lo único que cambia aquí es el filtro formal con el que se presentan las imágenes. Vals con Bashir se percibe como realista porque no oculta su naturaleza de reconstrucción. Más bien, la deja en evidencia.
De todos modos, el trabajo de Folman no deja de perseguir esa función terapéutica (en la propia película se hace alusión al cine como catalizador de dicha función) de la que hablé al principio: la de volver a sensibilizar al espectador ante el horror de la guerra. Vals con Bashir culmina con un minuto de imágenes “auténticas”, es decir, tomadas directamente de la realidad, donde vemos a mujeres palestinas llorando ante los cadáveres de los ejecutados durante la matanza de Sabra y Shatila. El hecho de coronar su película con imágenes “reales” revela la intención de su realizador, que nos expone ante ellas una vez que hemos visto la guerra desde una nueva perspectiva. Folman busca romper el alejamiento, la apatía del espectador, quiere involucrarle. Porque, como ocurrió con el fotógrafo en el hipódromo, una vez que la emoción entra en juego, la mirada ya no es neutral, y el espectador no puede mantenerse fuera, no puede pensar: “No estoy, no soy yo”. La imagen significa, dice Folman, hay algo detrás de ella. Vals con Bashir pretende restituir ese significado.
Así, cuando llega el momento en que Ari está preparado para mirar cara a cara a su pasado, también los espectadores estamos listos para enfrentarnos a las otras imágenes, tan veraces como las que han desfilado a lo largo de la película, pero que debido a su exhibición desmesurada habían perdido su capacidad de hacernos reflexionar. No quiere decir esto que la animación precedente quede finalmente al servicio de la representación fotográfica de la realidad, más bien este broche final viene a subrayarnos dos ideas. La primera, que lo que esta película muestra ocurrió realmente. La segunda, que el espectador tiene la obligación moral de pensar la imagen, sea de la índole que sea. Las imágenes sirven para convocar el pasado, reconstruirlo como buenamente se pueda, e incluso exorcizar los traumas a él asociados. No hay que perder, por tanto, la conciencia sobre lo que estamos viendo.

 

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