Ahora, cuando me he encerrado en la biblioteca de mi casa, en Easton, tenso, a la espera de los agentes, creo justo reconocer que, en efecto, maté a Raquel Muñoz (ese es el nombre eliminado de sus documentos), pero dado que su asesinato fue un acuerdo convenido entre ella y yo, y que todo fue, no un error, sino una experiencia memorable, me veo obligado a dejar este breve testimonio, que ignoro si sirva o no como justificación o advertencia. Yo hablo para que su muerte no tenga la última palabra.
En mi caso, juzgo que todo mi testimonio será una interrogante, porque el crimen siempre es un acto con dos orillas y no hay centro, ni deja de haberlo. El crimen no puede explicarse, sino describirse (…) Sé que es absurdo lo que hago. El escritor recibe una realidad vital y la convierte en palabras. El traductor recibe una realidad verbal y sigue haciéndola verbal. Lo que debería trasladar no lo puede trasladar (…) En las primeras concepciones del mundo, todo lo que destruye es un dios. El fuego era un dios. El agua era un dios. Una tormenta era un dios. La destrucción era un atributo de la divinidad (…) La poesía fue uno de los instrumentos de mi fracaso. Probé con ciertas palabras sin que ella supiera que eran poemas (…) Encontraron unos libros en árabe y estuve a punto de ser considerado un terrorista por el agente que me interrogaba (…) Había retornado desde España con la noticia de la destrucción de un millón de libros en la Biblioteca Nacional de Bagdag (…) Tal como se derribaron las estatuas, así se atacaron las bibliotecas (…) Tardó cuatro horas en perder el sentido, y luego no reaccionó. La miré como mira el pintor su obra ya concluida, decidí cortarla en trozos, dividí los restos y los metí dentro de una bolsa (…) No es imposible que encuentre por fin a otra joven dispuesta a compartir esta lógica de una experiencia extrema.